Él me mostró su parecer, sin yo solicitarlo, con respecto a un tema determinado que tampoco me interesaba en ese momento y bien es cierto, que en pocos lo ha hecho.
De forma imperativa y contundente, de la manera que creen algunas personas que pueden derrumbar los muros de cualquier frente, expuso su parecer al respecto, al cual, lamentándolo mucho yo disentía.
Quizás mi principal motivo de discrepancia no fuera tanto el tema, sino su revolución salvaje y exteriorizada en la barra de un bar. Algunas personas creen que sus opiniones son labradas en piedra a modo de algún tipo de ley que tienen la obligación de transmitir al resto de la especie humana.
En un momento determinado de su plorífera exposición, le sugerí amablemente: "que no se preocupara, que en realidad no son algunas cuestiones tan importantes como para nublarnos el sentido de la nocturnidad y que pudiera ser que mañana él o yo no existiéramos y esos determinados temas, que en ese momento le parecían tan enormes carecerían de importancia", a lo que él, parece ser agradeciendo mi aguante, repondió: "que, con su permiso, lo que yo había dicho era una posición negativa ante la vida y una solemne idiotez".
Sólo se me ocurrió responderle que "en realidad (reconocí), lo que le había dicho no era juicio mío, sino de un economista, historiador y filósofo escocés llamado David Hume y que la finalidad de dicha premisa era conseguir la paz espiritual y por tanto no era una posición negativa ante la vida sino todo lo contrario".
Él se quedó confuso y un poco molesto; en un alarde de orgullo me dijo que "hasta éste se podía equivocar", cosa que en realidad no dudo que sea cierta, aunque llegado a este punto, abandonó la barra y se fue del local, dejándome seguir tomando mi cerveza.
De forma imperativa y contundente, de la manera que creen algunas personas que pueden derrumbar los muros de cualquier frente, expuso su parecer al respecto, al cual, lamentándolo mucho yo disentía.
Quizás mi principal motivo de discrepancia no fuera tanto el tema, sino su revolución salvaje y exteriorizada en la barra de un bar. Algunas personas creen que sus opiniones son labradas en piedra a modo de algún tipo de ley que tienen la obligación de transmitir al resto de la especie humana.
En un momento determinado de su plorífera exposición, le sugerí amablemente: "que no se preocupara, que en realidad no son algunas cuestiones tan importantes como para nublarnos el sentido de la nocturnidad y que pudiera ser que mañana él o yo no existiéramos y esos determinados temas, que en ese momento le parecían tan enormes carecerían de importancia", a lo que él, parece ser agradeciendo mi aguante, repondió: "que, con su permiso, lo que yo había dicho era una posición negativa ante la vida y una solemne idiotez".
Sólo se me ocurrió responderle que "en realidad (reconocí), lo que le había dicho no era juicio mío, sino de un economista, historiador y filósofo escocés llamado David Hume y que la finalidad de dicha premisa era conseguir la paz espiritual y por tanto no era una posición negativa ante la vida sino todo lo contrario".
Él se quedó confuso y un poco molesto; en un alarde de orgullo me dijo que "hasta éste se podía equivocar", cosa que en realidad no dudo que sea cierta, aunque llegado a este punto, abandonó la barra y se fue del local, dejándome seguir tomando mi cerveza.
Gracias David Hume.